sábado, 11 de abril de 2009


Años después, guiado por las voces, descubriría al dibujante. No, en realidad descubriría a los libros del dibujante. O precisamente un libro: ese pequeño volumen de los años veinte donde hablaba de un pueblo parecido al suyo. Un pueblo vacío. Un pueblo cuyos jóvenes han emigrado a la capital, dejando a sus padres abandonados mascando el tedio y el abatimiento. Un pueblo donde no sucede nada salvo el recuerdo de las apariciones, las casas de adobe donde se ha posado la muerte, la violencia sorda de las tragedias innombrables. Un pueblo que, sentado en un banco de la plaza, un domingo en la tarde le parecería asombrosamente real, como si él mismo estuviera dentro de las páginas del texto, contemplando las calles vacías, las arboledas donde de noche se posaban los murciélagos, el horizonte quebrado de los cerros, el polvo que se levantaba en medio del calor como una falsa neblina. Guiado por las voces, él subrayaría aquel libro y pensaría en ese dibujante, intentando encontrar en él rasgos parecidos a los suyos, como si entre ambos pudiera establecer una especie de lazo secreto, un cordón umbilical que era capaz de atravesar la muerte, la distancia y un siglo casi completo.

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Ectoplasma



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