sábado, 5 de septiembre de 2009

Pato Gonzalez ha salido del edificio


Pato Gonzalez ha muerto. Eso es todo y es un asco. No lo veía hace años. Más razones para no aparecerse por Valparaíso.
Mientras, un viejo texto a modo de despedida.

Uno. Cuando yo tenía como 15 o catorce años Pato Gónzalez era Dios o mejor dicho, nuestro Jack Kirby particular. No era broma. Recuerdo haber leído todos esos aquellos viejos ejemplares de Trauko o Bandido para buscar en sus páginas las extrañas historias de González. Una o dos páginas, cuatro a lo sumo, con ese puntillismo hipertrofiado que recordaba al Druillet de los 70 o a Andra Pazienzia cuando se ponía aplicado. Las historias de González no se entendían mucho pero sus dibujos mataban. Junto con Jucca eran los dibujantes más talentosos de esa vieja y gloriosa y delirante fiebre del cómic chileno. Y por supuesto, desaparecieron, se perdieron con él. Se convirtieron en leyendas. Jucca se volvió un maestro de las parodias, sacrificando el preciosismo en aras de gag siguiente, cambió el cronismo por el chiste, la perfección gráfica por el éxito comercial. Se entiende. González, en cambio, desapareció. Se perdió en Valparaíso o en sí mismo, se volvió el artesano de unas postales imposibles del puerto. Y nadie le ha reconocido demasiado su legado: su dibujo ha sido filtrado por los stencileros y los graffiteros del puerto tal y como lo fue el Vaughn Bodé para los neoyorkinos en los setenta. Sus clones, en todo caso, son legión pero les falta el detalle, la puesta en abismo que era cada una de sus páginas. Por otro lado, los graffitis del puerto citan a González con cierta insistencia sin citarlo: comparten pedazos de un naïf irónico, aquellas figuras dobladas, cierta elegancia metálica. Todo está ahí: la anotación a pie de página de una ciudad que no sabe como dibujarse.

Dos. Pienso en todo lo anterior mientras me siento con Gónzalez en el Riquet y nos tomamos una café y Gonzalez saca una carpeta y me muestra su actual trabajo. Y miro. Y tomo nota. Porque Gónzalez me cuenta cosas. Me dice que está metido en un álbum que tiene como 40 páginas y que debe terminar este año. Que eso trata de una casa embrujada en el Cerro Toro, donde vive. Que sus monos son locos, son raros. Que hace fondos para animación. Que en esos fondos lo dejan dibujar casas a su estilo. Que tiene un pequeño hijo de más de un año. Que trabaja de madrugada porque es la hora más tranquila. Que se demora una semana por página, si es una semana productiva. Que ya no ocupa tinta china: usa lápiz pasta y grafito, que alguien se lo pasa todo a scanner y que ahí manejan el color, los contrastes, los negros. Que ni siquiera bocetea: que todo sale o no sale de inmediato. Que en cierto modo está obsesionado con esa historia de la casa embrujada a la que vuelve una y otra vez: sus dibujos son de dos tipos; de personajes o apuntes para esa casa que aparece retorcida, inclinada, como si estuviera viva. Que el personaje de la historia es un tipo narigón. Gónzalez me muestra diversas imágenes de él: hay algo de francés pero también un gesto muy chileno en su rostro, una gestualidad porteña como si la docilidad del trazo cediera a cierta rugosidad, todo despachado en un par de líneas, en pequeñas rayas por aquí y por allá, llenando el blanco, convirtiéndolo en otra cosa, consiguiendo esa profundidad que ni las mejores fotos de Valparaíso –pienso en Sergio Larraín perdido en todas esas escaleras y bares- pueden lograr.

viernes, 4 de septiembre de 2009

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Chilenas


No dejo de pensar en un viejo texto de Chejov, “La dama del perrito”, cuando leo o miro Chilenas, el libro de fotos de mujeres que Claudio Bertoni acaba de publicar. En ese cuento, un burócrata ruso tiene un affaire amoroso con la dama citada y aquello lo transfigura, lo convierte en otro. Esa es la anécdota, pero a mí lo que más que me conmueve del texto no es el amor, sino el hecho de que Gurov, el protagonista, termina descubriendo la profundidad de su propia conciencia a partir del acto reflejo de reconocer en los otros la posibilidad de una vida secreta. Dice Chejov sobre Gurov: “Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos, y otra que se deslizaba en secreto (…) todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás”.

Salto a Bertoni. Las fotos de Chilenas siempre están ambientadas en lugares públicos: una mujer sube o baja de un colectivo. Otra espera a alguien en una plaza. Otra corre o se arregla el pelo mientras espera a alguien que está fuera de la foto. Otra descansa en el asiento de una micro. Por supuesto, ninguna sabe que la están fotografiando y las imágenes —por lo sorpresivo y casi alegre de su lascivia— provocan cierta incomodidad en quien las mira. En apariencia, esa lascivia siempre es el tema: el deseo manifiesto en multitud de objetos que sobrepasa el pudor y, a veces, incluso cualquier sentido común.

Pero quizás hay algo más. En una literatura como la chilena, que privilegia la intimidad de los espacios interiores hasta volver un lugar común la asfixia de lo familiar, la obra de Bertoni decide a veces hacer lo contrario, escribirse desde la calle, como si en su merodeo de mirón estuviera también la decisión de encontrar el deseo y el asombro afuera de la casa, en medio de plazas, micros, negocios y los boliches de barrio. Para él, quizás es la calle el lugar de la nueva intimidad, mucho más reveladora que cualquier imagen extraída de un fotolog o un álbum de flickr. Así, las fotos de Bertoni trazan relatos de esa nueva intimidad e inducen a leerlas como secretos sugeridos a cielo abierto o en la barra de una fuente de soda. Así, las imágenes de Bertoni siempre ocultan algo pero también lo deja a merced de la mirada: es el fotógrafo quien lo revela y lo libera del azar, descubre lo que se calla pero que quizás está a la vista de todos. A veces, casi siempre, aquello es el deseo: lo sexual leído como algo casi material, una epifanía procaz que es el orden secreto del universo.

Pero aquella mirada es sólo parcial. Chilenas es algo más complejo, más chejoviano, pues al democratizar la percepción del abismo de la intimidad desdramatiza eso que a la novela chilena le ha costado tanto indagar. Me refiero a aquel vértigo de un mundo hecho de tan sólo cuatro paredes que desde hace tiempo —de Blest Gana a Donoso, pasando por Orrego Luco— se escribe como la metáfora predilecta de la literatura chilena ante el mundo. Como a Gurov, la sospecha se le escapa de aquellas cuatro paredes y se pone a bailar en la calle, gracias a aquellas imágenes magníficas pero también terribles: las fotos de una pulsión donde se contiene el aliento, o un golpe de luz que no es nada o quizás todo, acaso la sugerencia de un inevitable relato secreto.

pd: como ilustración ad hoc, una de las intervenciones que Bertoni hace intermitente en la página del clinic