sábado, 18 de abril de 2009

Passolini no Tarantino


Passolini no Tarantino


Un lector poco sofisticado –cegado por la definición estricta u aburridísima de los límites de los géneros literarios- podría suponer que Gomorra, de Roberto Saviano debe ser leída como un ejercicio periodístico. A primera vista es así. El libro acumula datos, cifras, fechas, genealogías, se detiene largamente en vendettas, asesinatos por encargo y biografías y hagiografías invertidas de killers, capos, soldados y víctimas. Saviano es riguroso en eso. Pero también el libro posee otro deseo, otro tono. Aquel cariz tiene que ver con el hecho de que su autor es más un testigo que un reportero: la voz que sobrevive a la muerte para contarlo todo. No es raro que así sea: en la mitad del libro, cuando ya la carnicería ha insensibilizado al lector, Saviano toma un tren y va a visitar la tumba de Pier Paolo Passolini. El gesto es inquietante pero hace que Gomorra adquiera un peso mayor: Passolini es un patrono profano, un mártir de la misma Italia que le duele a Saviano. El gesto es demoledor, el narrador testigo de Gomorra, que hasta ese momento es un mero redactor que contempla las muertes diaria subido arriba de su Vespa, se convierte en acusador, asume que el acto de escribir es un ejercicio de memoria, que en el fondo la guerra contra la Camorra, contra el Sistema, está perdida. Lo único que le queda es entregarse al frenesí de la narración porque es la literatura la que le sirve para decir basta, para ejercer un juicio moral, para comprender la sutileza de la trama de muerte que lo rodea a diario. La tesis de Saviano –de que la sobrevivencia del crimen organizado va de la mano de su conversión a la lógica empresarial mientras se expande en la economía global- también aparece también en McMafia de Misha Glenny y en cualquier capítulo de Los Sopranos o en Promesas del Este, la cinta que Cronenberg le dedicó a la mafia rusa en Inglaterra. Lo mismo que todo el rollo pop, que parece sorprender a algunos comentarista del texto: basta ver la primera parte de El Padrino o leer cualquier biografía de Sinatra, para darse cuenta de que la estrecha relación entre cine y crimen, entre mafia y mitología medial, siempre estuvo ahí. Por lo mismo, lo mejor del texto no son las historias de los adolescentes cinéfilos vueltos matones sino que por el contrario, las vueltas que el narrador hace para encontrarle sentido al paisaje. Gomorra no debe leerse como un reportaje sino quizás como una autobiografía: las señales de vida de un autor atrapado en una ciudad que ama y odia a la vez, su invisibilidad como testigo, la fragilidad de su impulso ciudadano, la contaminación de la violencia que aparece en su escritura y que termina por convertirse en una sintaxis entrecortada, en la escritura como respuesta –inútil, personalísima e insoslayable- al tartamudeo de las metrallas de las Kalishnikov que suenan como ecos de fondo en el libro.

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