martes, 7 de julio de 2009

volví al blog/ a ver cuánto dura


a)volví al blog. a ver cuánto dura.

b)escuchen el podcast que con cussen armamos sobre tele.

c) Deconstructing Jacko. Es raro, pero casi nadie ha recordado el momento en que Jarvis Cocker se subió al escenario a interrumpir la presentación de Michael Jackson en los Brit Awards de 1996. Jackson rodeado de niños cantaba “Earth song”, uno de sus himnos predilectos de los 90, y, en medio de eso, Cocker se subió al escenario a satirizar la presentación. No fue nada exagerado: mostró el estómago, escapó de los guardias y más bien, se le vio como un ciudadano a ras de piso en una representación dramática sobre la extinción de la Tierra que en algo que más bien se parecía a un show escolar. Pero esa presencia inesperada rompió la magia. Mal que mal, las letras de Pulp siempre jugaron con temas como el abajismo, los fetiches sexuales y la lucha de clases como posibilidad de huir de cualquier clase de mesianismo. Jackson, cuando Cocker lo interrumpió, era eso una especie de cristo tardío, hecho de cera y plástico, que estaba dispuesto a inmolarse de modo sacrificial, para –como en el video de la canción- detener el avance de la muerte y hacer brotar la vida.
Ahora que Jackson se murió en la vida real y recordamos perplejos, como si fueran una sola cosa, la apabullante cantidad de obras maestras de pop que ejecutó y las excentricidades monstruosas que perpetró, bien vale la pena pensar en ese momento en que Cocker, con inteligencia o audacia, le interrumpió el show. Para mí, ahí quizás se acabó todo. Porque Cocker no nos confirmó la decadencia sino la condición de parodia de sí mismo en la que Jackson se había convertido, haciendo de su personalidad una colección de máscaras que nos señalaban que la fama podía ser también deforme y construirse apelando a los retazos de una inocencia irrecuperable.
Esos retazos y las imágenes hechas de ellos son la mejor novela de nuestro tiempo. Los capítulos de un folletín desquiciado que, ahora, son mejores explicaciones de su muerte que esa segunda autopsia que la familia espera realizar. Se me ocurren algunas: Jackson como el primero de esa colección de estrellas infantiles que nunca esperó a crecer, alguna nota en Rolling Stone donde confesaba ser Testigo de Jehová, la filmación de ese clip con Paul McArtney y él haciendo de estafadores, ese video de Spike Lee en unas favelas donde lucía tan perdido como irreal, toda esa moda militar que parecía salida del espacio, los pasos de bailes de un robot en ácido y la cara impenetrable de desolación del chimpancé Bubbles, el momento en que habla con Martin Bashir tomándole a un niño la mano, su amistad con Corey Feldman y Corey Haim, la perturbada idea de que un eventual hijo suyo con la hija de Elvis sería como una especie de megamesías de la cultura pop occidental, y el momento en que toma a ese bebé y lo sostiene en el abismo como una prueba de su peculiar sentido del humor.
Así, habría que volver a todas ellas para intentar entender, aunque fuera un poco, la intolerable relación en perturbación y belleza de su obra. Porque Jackson era un sujeto tan complejo que podía habitar con comodidad entre los mundos del “Peter Pan” de J.M. Barrie y llas series televisivas como el “Nip/Tuck” de Ryan Murphy con toda esa pornografía médica sobre el cuerpo como un campo de batalla tan dúctil como perverso. Lo más terrible es el hecho de que todo lo anterior nos obliga a ver aquello como lo mismo (como si Murphy fuera un hijo sicótico de Barrie). Mientras estamos obligados escucharlo y ver de nuevo a Michael Jackson, a encontrarle sentido al delirio mientras nos paseamos –en ella- por cementerios llenos de zombies, guerras territoriales de pandillas, robots gigantes cromados, hombres transformados en pantera, desastres ecológicos planetarios y una versión de “El mago de Oz” (1978) que lo prefiguraba mejor que todas esas explicaciones de canales como E! o medios como TMZ sobre quién era Jackson. Puro corazón, Jacko interpretaba ahí al Espantapájaros, quien andaba en busca de su cerebro. Era un cuerpo de paja que deseaba algo que todos tenemos pero que quizás a él siempre le estuvo vedado: una comprensión racional de las cosas, algo –una ficción de sí mismo, una imagen que volviera del espejo sin romperse, una certeza real que anulara las probabilidades de cualquier solipsismo- que le llenara la cabeza y le permitiera entender y decodificar el mundo e inventar modos de relacionarse con él.

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